domingo, octubre 28, 2012

La vida en una brasa

por Luciano Doti

Mónica guardaba celosamente esa brasa. Desde que su hijo tuviera aquel problema de salud tan grave, durante el cual se debatiera entre la vida y la muerte, no tenía mayor preocupación que cuidar ese trozo de carbón chamuscado. Tiempo atrás, una amiga le había preguntado:
-Si hubiera un incendio en tu casa, y sólo tuvieras tiempo para rescatar un objeto, ¿cuál sería ese objeto?
-Las fotos familiares- respondió Mónica, mintiendo.
Es que había decidido poner tanto ahínco en la conservación de ese secreto, que ni siquiera a su mejor amiga estaba dispuesta a contarle la verdad sobre esa brasa. Sólo ella sabía todo, y así debería haber sido siempre, de no ser porque se confió demasiado en su nuera.
Cuando su hijo, Gustavo, se casó, Mónica pensó que esa felicidad idílica que unía a la pareja no se terminaría nunca; y por lo tanto, una persona que amaba tanto a su hijo tenía derecho a saber eso. Fue entonces que se lo contó. Al principio, Laura no creyó nada; considero un disparate lo referido por su suegra, un desvarió inaudito, irracional; pero luego, viendo que la señora la miraba con semblante serio y preocupado en su rostro, le concedió el beneficio de la duda. Esa tarde de domingo, mientras la lluvia caía mojando las calles de Buenos Aires, Laura prometió a Mónica que tras su muerte, en caso de que la señora faltara antes que ella, velaría por ese trozo de carbón tanto como fuese posible; ya que le quedaba claro lo importante que era para Gustavo.
Pero el tiempo pasó y, tal cual lo previsto, Mónica se marchó antes con el sueño de los justos; y el matrimonio entre Gustavo y Laura, con el desgaste irremediable que producen décadas de compulsiva convivencia, entró en crisis.
Gustavo comenzó a frecuentar una amiga que conoció a través del chat en Internet. Laura se enteró, quiso vengarse; recordó la dichosa brasa conservada celosamente en el piso del placard. Si el conjuro gitano era real, ese trozo de carbón contenía la esencia vital de Gustavo; por lo tanto, al consumirse, se extinguiría la vida del infiel esposo. Hizo un pequeño fuego en el patio, y echó la brasa en él; por si acaso, roció la misma con alcohol. Se sentó frente a la llama, y contempló el espectáculo, como si formara parte de un ritual pagano, absolutamente demodé por lo bárbaro; no experimentó culpa. Varios minutos después, sobre el piso sólo quedaban cenizas, emanando éstas un hilillo de humo hacia el cenit.
Más tarde, tocaron a su puerta dos policías; turbados por la incómoda situación, le comunicaron que su esposo había fallecido en un hotel alojamiento, acompañado por una joven.

Publicado por primera vez en la antología Sendero con historias, Editorial Dunken. Buenos Aires, 2011.

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