sábado, junio 30, 2007

El abusador del oeste
por Luciano Doti

Fue una tarde de abril a eso de las seis, justo al caer el sol. Luis subió a su auto, manejó hasta el centro comercial en Ciudadela, estacionó y entró como uno más al área de compras, sin llamar la atención. Recorrió las góndolas en busca de lo que necesitaba, cuando lo encontró no le perdió pisada; era una mujer de unos veintiocho o treinta años. Manteniendo la discreción, la siguió al patio de comidas.
Cuando la joven salió hacia el estacionamiento, Luis continuó detrás suyo. Ya era de noche y el sector en que ella había dejado el auto estaba poco iluminado. Escuchó el eco de unos pasos. Un segundo después, Luis la tomó en sus brazos, la obligó a subirse la minifalda y bajarse la ropa interior. La tenía contra el rodado y la amenazaba con un cuchillo para que no grite. Luego se arrodilló, colocó su cabeza entre las piernas de ella y bebió la menstruación. Su instinto no había fallado; para Luis era fácil saber cuando una mujer tenía la regla y así obtener de ella la sangre que él necesitaba. Una vez que concluyó, subió a su auto y se alejó ráudamente. La mujer quedó tan shockeada que asistió a la fuga de su bejador sin emitir palabra.

Cuando la policía tuvo el caso en sus manos, no le dio demasiada importancia. Después de todo ni siquiera podía considerarse eso una violación, apenas abuso deshonesto, y la ola de delitos que abatía por esos días al conurbano bonaerense, una gran parte de ellos con víctimas fatales, requería la mayor atención de los agentes.

La semana siguiente se repitió un caso bastante parecido, pero esta vez se trataba de una adolescente de dieciséis años que volvía del colegio. La chica cursaba cuarto año en un colegio católico de Ramos Mejia, localidad lindante con Ciudadela, por lo que la policía no dudo en relacionar ambos casos; sobre todo después de que la víctima confesó con vergüenza, y conmocionada hasta el llanto, que su abusador le había practicado sexo oral, y que justo ese día ella tenía la menstruación. Fue así que el caso tomó notoriedad. Los diarios más sensacionalistas llegaron a dedicarle dos paginas al ”abusador de el oeste”.

Néstor era un muchacho muy sugestionable, con poca personalidad, de carácter pusilánime e irresoluto, leyó la nota en el diario y lo invadió un impulso por hacer lo mismo. La idea de forzar una mujer a desvestirse y beber su flujo menstrual le resultaba interesante. Siempre había tenido mucho interés por las historias de vampiros y ahora sentía que era su momento.
Esa noche, Néstor tomó alguna cerveza de más, abonó la cuenta al mozo y al levantarse se sintió un poco mareado. Salió del local con paso enclenque, pero sin perder el equilibrio; no era la primera vez que se pasaba de copas. Cuando estuvo afuera, decidió que volvería a su casa caminando; eso lo ayudaría a sentirse mejor. Hubo unos jóvenes, de esos que están en las veredas de los maxiquioscos, que se acercaron para pedirle una moneda, Néstor no quería problemas, así que metió las manos en sus bolsillos y extrajo veinticinco centavos para ellos. Los muchachos no parecían conformes con la magra recompensa, pero igual agradecieron. Un poco más adelante, vio a una mujer que bajó del colectivo, iba sola, vestida con un jean y una remera de lycra. Debido al frío que había empezado a hacer a esa hora, llevaba una marcha apresurada; por eso no advirtió cuando Néstor la siguió detrás, abandonando la avenida e internándose en ese barrio poco iluminado. La dama se pavoneaba con un andar que cautivaba a su perseguidor. El jean era ajustado, tanto como para que la mínima ropa interior se marcara, dejando como dibujado un trasero muy bien formado. Néstor tuvo una erección que le hizo olvidar la borrachera, miró para todos lados y cuando creyó estar seguro de que no había nadie, puso sus manos sobre el cuerpo de la mujer. Ella gritó, y se escuchó la orden de una tercera persona:
-¡Alto!

El comisario con jurisdicción en la zona dispuso que se reforzara la vigilancia. El abusador del oeste seguramente volvería a hacer de las suyas, por eso en algunas esquinas de ese barrio había apostados policías, a la expectativa para desbaratar cualquier tipo de acción sospechosa.
Uno de esos agentes era Pedro Gómez, se había incorporado como suboficial de la fuerza sin mucha convicción. Su novia había quedado embarazada, y él, un desocupado sin estudios secundarios, no había tenido otra opción que ésa. Así que ahí estaba, custodiando una calle, esperando que no sucediera nada raro para poder volver a su casa. Por aquellos días, la ola de delincuencia se estaba llevando a varios camaradas. Para él, y los otros también, regresar al hogar y reencontrarse con su familia era un milagro que celebraba a diario.
La noche transcurría, por suerte para Pedro, sin ningún sobresalto, cuando vio que se acercaba una mujer. Luego vio a un hombre. Pedro permaneció en su lugar contemplando la escena. El hombre se abalanzó sobre la mujer. El suboficial se sorprendió, pero, al escuchar los alaridos de la mujer, desenfundó su arma, se acercó unos pasos y dio una orden:
-¡Alto!
El sujeto masculino se dio a la fuga aprovechando la oscuridad; no le fue difícil llegar a la esquina, doblar y perderse en la noche. La mujer quedó atónita junto al policía que intentaba calmarla. Detrás de las puertas y ventanas, los vecinos eran curiosos testigos que se adivinaban sin dejarse ver, un poco por temor, y otro poco para que luego no los sorprendiera una maldita citación judicial que les hiciera perder una jornada de trabajo, con la angustiante situación económica que se vivía por esos días, cuando no el empleo mismo, para quienes estuvieran con un trabajo temporal.
Cuando Néstor dobló en la esquina sentía palpitaciones en todo el cuerpo. El corazón le latía a una velocidad inconmensurable. Caminaba rápido pero sin correr. Aunque quería alejarse lo más pronto posible del lugar de la escena, prefería hacerlo a media marcha para no llamar la atención. Al llegar a la otra esquina, cruzó a la vereda de en frente, y luego dobló para tomar la calle paralela a la del hecho. Lo hizo describiendo una línea diagonal, y mirando hacia todas las direcciones. Ahora Néstor ya se sentía un poco mas aliviado. El aire llenaba sus pulmones. El corazón se serenaba, y hasta se permitía mirar al cielo y sentirse libre al abrigo de la luna.

La mujer le dijo al policía que no se preocupe, y que mejor se iba porque en su casa el marido estaría esperándola. El policía le respondió que si eso quería, no había ningún problema; después de todo el agresor se había fugado, y no quedaba mucho más por hacer. La mujer continuó su camino, Pedro Gómez, suboficial de policía, le miró el trasero, entonces, a medida que ella se alejaba, él se sintió con un problema menos, libre al abrigo de la luna.

Néstor volvió a salir a la avenida. El frío lo había reanimado. Llevaba un paso veloz y estaba mentalmente ensimismado. Cruzó una de las calles transversales que cortaban la avenida. Al llegar casi a la mitad, un auto pequeño de tres puertas dobló a toda velocidad, el dio dos pasos atrás justo a tiempo; luego miró el semáforo frente a sí, una diminuta figura humana iluminada en color rojo le indicaba que se detenga; volvió a subir al cordón y miró el otro semáforo, el de la avenida, era de giro, con una flecha iluminada en verde, esperó a que pasaran uno, dos y tres autos delante de él, hasta que la figura humana frente a él ya no era roja sino blanca, entonces sí, cruzó la calle y reanudó su camino. Más adelante, al pasar frente a un bar, entró por un trago.

Luis estaba en el sillón del living, con el control remoto en su mano derecha pasaba distraídamente todos los canales, tenía la mente en otra parte. Esa noche había luna llena, lo invadía una lujuriosa necesidad de sangre; el impulso se hacía incontrolable. Sonó el timbre. Se levantó para abrir y preguntó:
-¿Quién es?
-Soy yo: Claudia.
-Hola. ¿Qué te pasa? Estás agitada.
-Me quisieron asaltar.


En realidad ella había notado que las intenciones del hombre que se le abalanzó encima eran otras, pero prefería darle esa versión a su marido.
-¿En qué lugar?
-Aquí a tres cuadras, al bajar del colectivo. No fue nada -Dijo ella tratando de minimizar el hecho.- Voy a preparar la cena -Acotó para terminar con el tema.
-Por mí no te molestés, voy a salir.

Lorena era una chica de dieciséis años; su familia, de clase media-baja. Se crió en el “Fuerte Apache”, aunque ella siempre prefirió referirse a su barrio con el nombre oficial de Barrio Ejercito de Los Andes. Su novio también era del mismo barrio. Estuvieron saliendo cinco meses hasta que ella quedó embarazada. Cuando el supo la noticia se enroló en la policía, se casaron y alquilaron un departamento tipo casa en Ciudadela. Ahora, se estaba haciendo la hora en que su esposo llegaba a casa, cuando se percató de que no había gaseosa; así que decidió salir a comprar una. Le daba un poco de miedo salir sola tan tarde, pero el centro comercial no estaba lejos de su casa. Iba con un paso apresurado recorriendo el trayecto hacia el comercio, hasta que notó una perdida de sangre, nada de otro mundo, pero el asunto la preocupaba por temor a perder el embarazo. Entró rápidamente al centro comercial, tomó la gaseosa en sus manos, un paquete de apósitos femeninos, pasó por la caja y salió nuevamente afuera. En el estacionamiento del lugar un hombre la vio y comenzó a seguirla, sin acercarse demasiado.

Esa noche Luis volvió otra vez al centro comercial de Ciudadela, cuando llegó ya era casi la hora en que cierran. Dejó el auto en el estacionamiento y justo en el momento que estaba echándole llave a la puerta, su particular instinto se despertó. Su vista se clavó en una adolescente que salía del supermercado, con una bolsa en la mano. Luis decidió seguir a la joven sigilósamente para no llamar la atención. Cuando Lorena estuvo de vuelta frente a su casa y sacó la llave, el hombre que la seguía se acercó más, sacó una navaja, se la colocó en el cuello a ella y la obligó a dejarlo ingresar al interior de la vivienda.

El suboficial Gómez llegó a la puerta de su casa después de cumplir la guardia, tocó timbre y esperó a que su esposa le abriera. Al no obtener respuesta le gritó por la ventana:
-¡Lorena, abrime, soy yo...!
Nadie contestó. Buscó la llave en el bolsillo y abrió la puerta. En el interior del hogar la volvió a llamar:
-Lorena. ¿Dónde estas? -Dijo él.
-En la pieza. ¡Ayudame! -Respondió ella con un grito ahogado.
Pedro se dirigió a la pieza; dentro de la misma su mujer ya casi desnuda, estaba sobre la cama. Luis lo estaba esperando con la navaja en la mano. Lorena al ver a su esposo le avisó:
-¡Cuidado! Tiene una navaja.
Pedro sacó su arma reglamentaria y le disparó. Casi al mismo tiempo preguntó:
-¿De dónde salió este tipo?
-Me atacó cuando estaba abriendo la puerta, venía del súper y...
-Está bien, no te preocupés. ¿Estás bien?
-Creo que sí.

Luis yacía en un charco de sangre. Ahora tenía todo un charco de sangre para él, pero no mucho tiempo para disfrutarla. Su respiración era dificultosa, de su tórax seguía saliendo sangre a borbotones. Con el último aliento estiró su mano izquierda, se aferró a la pata de la cama y tras unas convulsiones murió.

Al otro día, la prensa se ocupó del tema: “el abusador del oeste abatido por un policía”. Los medios sensacionalistas volvieron a dedicar dos páginas y varias horas de TV al tema. En algún lugar de la ciudad, Néstor se enteró de la noticia, y sólo después de verificar que su incidente no había trascendido, se sintió aliviado.

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